domingo, 30 de enero de 2011

Cazando alondrones



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Un nido de aguilucho


Creo que sería más o menos a finales del mes de mayo del 1965, cuando mi amigo Luis y yo decidimos, al salir de la escuela, ir en busca de nidos, cosa muy habitual en aquellos años de nuestra infancia.
Salí corriendo de la escuela, llegué a casa, tiré la cartera encima del banco de la cocina, di un grito preguntando a mi madre dónde tenia la merienda -que en aquella época la mayoría de los días consistía en un trozo de pan y un trozo de chocolate- y salí zumbando. Creo que madre me dijo algo, pero, o no llegué a saber lo que me decía o si la entendí, no hice caso.
Bajé por la calle Mayor camino del puente a toda prisa -en esa época los días eran muy largos y teníamos que aprovechar bien la tarde-.
Ya me estaba esperando mi amigo Luis que nada más acercarme a él me dijo: “Vamos, rápido, que José ya ha salido”. Y es que había cierta competencia a ver quien sabía más nidos.
Cogimos la orilla del río en dirección al puerto –así llamábamos a una presa que había en el río y que servía para mandar el agua a una central eléctrica que había un poco más abajo-.
Empezamos a caminar e ir mirando todos los árboles de arriba abajo en busca de nidos y alguno tenía un agujero hecho por algún pitorreal -estos pájaros hacen un agujero en el árbol de unos diez centímetros de diámetro y treinta de profundo, donde anidan, y que en años posteriores suelen ocupar tordos u otro tipo de pájaros-.
Por fin llegamos al puerto. En todo el recorrido sólo habíamos encontrado un nido de tortolilla y uno de tordo, que había ocupado el nido del año anterior de un pitorreal.
Nos sentamos un rato viendo correr el agua tranquila por el cauce del río, que tenía buen caudal debido a la estación del año en que estábamos. Después de meditar un buen rato dijo mi amigo Luis: “¿Por qué no vamos hasta la caseta del tío Rafael, que un poco más allá hay un plantío y hace dos años anidó un aguilucho?” Yo que tenía unas ganas locas de tener un aguilucho, así que inmediatamente dije que sí.
Nos descalzamos para cruzar el río por un punto que se estrechaba y tenía poco agua. Ya del otro lado, nos pusimos las zapatillas y seguimos andando hasta el plantío que decía Luis. Cuando nos estábamos acercando, salió el aguilucho del plantío y se nos aceleró el corazón, pues era una buena señal de qué podíamos encontrar el nido.
Empezamos a examinar los árboles uno a uno y, de repente, se me iluminaron los ojos. “Luis ven, mira, aquí está y está echada”, dije. Luis vino corriendo, pues íbamos uno por cada lado del plantío buscando.
Pero ahora venía el problema, el nido estaba en un chopo centenario y se encontraba en la misma copa del árbol. Y me dice Luis: “Venga sube”. Yo miraba y sólo de pensar a la altura que se encontraba el nido, me daban mareos –y eso que a mí se me daba muy bien trepar a los árboles-. Pero la verdad es que éste se me atragantaba. Mi amigo me apremiaba: “Vamos sube, que yo tengo pantalones cortos y me rasco las piernas” -yo iba con pantalones de pana largos-. Por fin me armé de valor: la primera rama del árbol estaba un poco alta, pero Luis se agachó y metió su cabeza entre mis piernas, y al ponerse de pie, alcancé la primera rama. A partir de aquí empecé a subir de rama en rama con cierta dificultad y cada vez que miraba para abajo me daba más miedo.
Todavía faltaba más de la mitad para llegar al nido, y yo empezaba a flaquear y el miedo se apoderaba de mí. Ya no podía más y le dije a Luis que no subía y él me decía desde abajo: “¡Vamos, no seas cobarde!”. A lo que yo respondí: “Anda, sube tú.” Y Luis dijo: “No tengo pantalones largos y me araño todas las piernas”. A lo que dije: “No te preocupes que ya te dejo los míos.” Y, no sin cierta humillación, bajé poco a poco del árbol.
Cuando llegué abajo me quité los pantalones para dejárselos a Luis, que, no sin cierta dificultad, se los puso. Luis tenía dos años más que yo y era bastante más alto -la verdad es que parecía un torero-.
Le ayudé a encaramarse al árbol y empezó a subir. Yo me puse sus pantalones, que se me caían porque me iban muy grandes. Me senté en el suelo viendo trepar a Luis poco a poco.
Ya le faltaba muy poco para alcanzar el objetivo cuando, de repente, el aguilucho salió asustado del nido al ver que Luis se aproximaba. Metió la mano y me gritó: “¡Tiene pollos!” -y sacó uno para enseñármelo-. Parece que lo estoy viendo aún: una cosa blanca diminuta, poco más que un gorrión.
“Bueno, ¿qué hacemos”? -me gritó Luis-. Y yo le grité: “Son muy pequeños, dejamos que se hagan más grandes y venimos la semana que viene a por ellos.” Él, reflexionando un poco, me dijo: “No, que este nido también lo sabe el Pelle -mote con que llamábamos a José-.
Con mucho cuidado, fue cogiendo uno por uno los aguiluchos y metiéndoselos entre la camiseta y la tripa, y con sumo cuidado fue descendiendo hasta llegar al suelo.
De la camisa sacó tres pollos, que durante un rato estuvimos mirando como si fueran un tesoro. Eran muy pequeños y tenían la tripa aún sin plumas. Nos miramos el uno al otro sabiendo que todavía eran pequeños, pero la cosa ya no tenía remedio.
Nos cambiamos los pantalones de nuevo y Luis se volvió a coger los pollos e iniciamos el regreso al pueblo.
Caminábamos muy contentos con nuestros aguiluchos haciendo planes de lo que íbamos a hacer con ellos. (En aquellos años, los chavales solíamos tener en casa y criar pollos de perdiz, aguiluchos y toda suerte de animales. Ahora eso sería imposible por muchas y diferentes razones; la primera es que está prohibido por ley). Y llegamos a la caseta del tío Rafael –que pertenecía a un agricultor del pueblo y que le servía para guardar las herramientas que habitualmente solía utilizar en el huerto, y que tendría unos cuatro metros cuadrados de superficie y una sola caída de agua, en su parte más alta tendría unos dos metros-. De repente, salió un gorrión de debajo de una teja -cosa muy habitual en primavera, ya que a los gorriones les gusta mucho anidar en los tejados-. Y me dice Luis: “¡Eh! ¿Has visto salir al pardal? ¡Seguro que tiene pájaros! Aquí he de decir que para alimentar a los aguiluchos teníamos que encontrar carne y lo que teníamos más a mano eran pájaros, ranas y habaneras -una especie de almeja que se criaba en las zonas arenosas del río-.
Y me dice Luis: “Venga ven, que te aúpo y miras a ver si encuentras el nido”. Yo no podía negarme, antes él había subido a por los aguiluchos, así que me agarró del pie y, de un impulso, subí al tejado. Empecé a levantar tejas en busca de nidos de pardal, una por una. Prácticamente revolví todo el tejado y, como es natural, lo quedé manga por hombro, pero logré encontrar dos o tres nidos con pardales que, como es lógico pensar, aprovecharíamos para dar de comer a los aguiluchos en los próximos días. (Alguien pensará que cómo podíamos ser capaces de hacer tales cosas. La verdad es que hoy, al cabo de los años, yo también me lo pregunto. Pero aquélla era otra época, en la cual veíamos las cosas de otra manera y vivíamos muy diferente a como se vive hoy.)
Ya caída la tarde, llegamos a casa de Luis donde repartimos los aguiluchos. Él se quedó con dos y yo con uno, con el que subí para mi casa más contento que unas castañuelas.
Nada más llegar lo primero que hice fue enseñárselo a mi madre, la cual no se sorprendió mucho pues sabía de mi afición a este tipo de cosas. Me preguntó: ¿Qué le vas a dar de comer? Y contesté: “Unos pájaros. Mañana buscaré ranas, no te preocupes por la comida”. A mi madre le gustaban mucho los animales, en casa siempre teníamos perros y gatos.
Me fui a la cama pensando como me las arreglaría para cazar ranas o habaneras, y así me llegó el sueño.
En un pueblo tan pequeño es difícil que nadie te vea cuando no quieres ser visto. Pero lo cierto es que alguien nos vio en la caseta del tío Rafael o adivinó, por la trayectoria que traíamos el día anterior, que teníamos que haber sido nosotros los que causamos la avería en la caseta.
A la caída de la tarde llamaron a la puerta de casa, salió mi madre a abrir la puerta: era el rostro amable de la alguacila, que se encargaba de los avisos del juzgado, ayuntamiento, echar bandos y demás menesteres que por aquellos entonces ocurrían en el pueblo.
¿Qué te trae por aquí? -le preguntó mi madre-. “Pues que tu chico, el pequeño, y el de Juan han levantado las tejas de la caseta de Rafael, y la han dejado patas pa’rriba, y el juez les llama para ver como ha sido la cosa, que pasen por el ayuntamiento a las ocho, y que vaya su padre.”
No se me olvidará la regañina que mi madre me echó pidiéndome explicaciones de por qué había hecho aquello. Yo me disculpé como pude y le di toda clase de disculpas, pero el problema era cómo se lo tomaría mi padre al regresar a casa, después del trabajo y le contase mi madre la pifia que había hecho.
Yo esperaba lleno de preocupación la llegada de mi padre. Por fin llegó y mi madre le empezó a contar lo que había hecho. Yo ni respiraba cuando mi madre acabó de contarle
la historia. Me miró y me dijo: “Estate a las ocho a la puerta del ayuntamiento, ya hablaremos luego.”
No se me iba de la cabeza qué pasaría y por fin llego la fatídica hora. Vi salir a mi padre de casa, me miró y, sin mediar palabra, nos dirigimos al ayuntamiento. En la puerta estaba mi amigo Luis con su padre.
Entonces, el juez era mi tío Fermín, un hombre de unos cincuenta años al que yo conocía muy bien y al que no tenía miedo. Subimos las escaleras mi amigo y yo cabizbajos, sin dirigirnos la palabra, llamamos a la puerta y pasamos. Hubo los saludos de rigor entre ambas partes.
Sentados detrás de una mesa grande llena de papelajos, se encontraban sentados mi tío, el alcalde y el dueño de la caseta. Tomando la palabra el juez se dirigió a mi amigo y le preguntó que había pasado y por qué habíamos hecho aquello.
A Luis apenas se le oía balbucear una explicación de por qué habíamos hecho aquello y las lágrimas empezaron a aflorar en sus ojos, sin poder explicarlo.
Cambiando la vista se dirigió a mí haciéndome la misma pregunta. Como pude me defendí alegando que lo único que queríamos era coger comida para los aguiluchos.
El juez, mirándonos, nos dijo que nos pusiéramos de rodillas y rezáramos un padre nuestro y tres avemarías, cosa que hicimos en el acto.
Todavía veo en la cara del juez una sonrisa de guasa y complicidad con el resto de los asistentes al juicio, que terminó diciendo mi padre al dueño de la caseta que iría al día siguiente a arreglar el desaguisado que habíamos hecho mi amigo y yo.
No recuerdo que mi padre, que era una buena persona, me pusiese ningún castigo ni me diese una buena regañina. Así es como yo lo recuerdo.

domingo, 14 de febrero de 2010

Los cangrejos

¡Qué pueblo, mi pueblo! Cuantos recuerdos, cuantas tardes a la orilla de la presa, que en verano una parte de ella se secaba.Y en el otro lado que el puente pequeño dividía quedaba un poco de agua. Allí cogíamos cangrejos en los ladrillos que había en el fondo del río. Poníamos una mano en cada lado y sacábamos el ladrillo a la orilla, lo sacudíamos y caían los cangrejos. Luego, en el otro lado, hacíamos una especie de horno: cavábamos un agujero en el suelo y poníamos una lata encima, hacíamos un fuego debajo y asábamos los cangrejos.